“A nosotros no nos caracteriza el odio a los de fuera, nos caracteriza el amor a los de dentro” dice el líder ultraderechista Santiago Abascal. A propósito de las lindezas que dejan las campañas electorales y el gran interés que suscitan las propuestas de gobierno, me gustaría notar el mismo ímpetu en cuanto a los temas sobre crianza consciente y responsable. Desafortunadamente es un tema del que, cruzando la frontera de la pedagogía, poco se habla. Lo echo de menos en parques, en cumpleaños, en las comidas o en la cotidianidad de un noviazgo que pretende un día convertirse en tres. Y es que parece que el cuñadismo se apodera de una sociedad que se dice cada vez más liberal, pero demuestra una libertad conveniente, individualista y superflua. Combatir el cuñado que todos llevamos dentro no es tarea de titanes, sólo hace falta leer más allá del Marca, los titulares de portadas y las redes sociales.

Quitar la mierdecilla de los platos antes de ponerlos en el lavavajillas nunca fue tan entretenido. Tenía un bicho de 5 años detrás que entre cosquillas, palmadas en mi culo y carcajadas contagiosas me retrasaba la faena mientras recordaba lo divertido que es la cotidianidad en compañía. Y es que cuánta vidilla dan los juguetes distribuidos en baño, mesas, cocina y salón, los rotuladores sobre el comedor, las camas deshechas, los besos apretados y los abrazos tan intensos como ella. Ningún niño es igual a su hermano; cada persona, en el periodo evolutivo en el que sea que se encuentre, tiene necesidades distintas, aunque compartan papá y mamá. Su hermana me enseña el paso a paso de ‘justicia naranja’, ya está en edad de hacerme de copiloto y me aguanta el GPS mientras pierdo el miedo al volante; la peque aún rebusca tesoros en su nariz, es tan dulce como ocurrente, me hace reír y llorar con una facilidad que sigo sin comprender, ¿hasta cuándo despedirme de ella será más difícil que descifrar el estado de ánimo de la Mona Lisa?

No me apetece justificarme por mi ñoñería semanal o mi insistente reivindicación de dirigir la mirada hacia lo importante. Tal como la maestra especialista en inteligencia emocional Mar Romera, estoy convencida de que lo importante en la vida “no es dejar un mundo mejor para nuestros hijos”, sino “hijos mejores para este mundo”, y eso es algo que por supuesto no se consigue en el relacionamiento de prisa, el estrés producto de la rutina o en las muchas horas dedicadas al dominio de contenidos curriculares. Más bien se trata de disponer tiempo para hablar mientras se intercambian miradas, aunque los ojos del interlocutor sean tan chiquititos que sigan yendo a infantil. Se trata de dirigirnos a ellos con respeto, con el respeto que ofrecemos a cualquier otra persona, y eso incluye liberarnos de la creencia de que son patos o gansos que hay que sobrealimentar, no son productores de foie gras, son personas, igual que tú y yo, a veces tienen más o menos apetito. Se trata también (y yo diría sobretodo) de disponernos a aprender sobre crianza, de combatir con conocimiento aquella idea de que todo tiempo pasado fue mejor, la letra con sangre no entra, más bien deja cicatriz; los límites con sensatez y alegría son tan efectivos que el ambiente parecerá un folleto de los testigos de Jehová. Se trata de hablarles con respeto, en el mismo tono en el que le hablas al vecino, de dirigirte a tu peque con la misma cordialidad con la que te diriges a la azafata cuando viajas; los gritos lejos de ser efectivos, asustan, aumentan la tensión y dispersan. La conducta deseada se hará imposible de conseguir a través de chillidos, igual que a través de palabras hirientes, lanzadas como perdigones. A parte de dejar el móvil mientras te habla, de usar un tono respetuoso, compartir los momentos de comida, mirarle con atención y escucharle realmente, se trata de tocarle como si fuera un ser humano, porque lo es. No tienes que zarandearle para que coma, obedezca o camine a tu ritmo.

Ya hay muchos títulos con piernas preocupados por la formación de nuestros pequeños asalariados en potencia, y parece que el mensaje de perseguir la perfección laboral desde la infancia sigue calando hondo en las familias. Bajo distintos techos y tras distintas puertas he sido testigo de gritos, empujones, malas maneras, zarandeos, palabras hirientes e imposiciones sinsentido. Acciones que reflejan la poca información sobre crianza respetuosa, reflejan el cansancio capitalista, el mínimo interés por aprender o la falsa creencia de que por ser pequeños, los niños están para obedecer, sin más. Ser adultos no nos da el derecho de someterles a nuestros deseos, ritmos y planes. Cada cosa que escribo, la he visto, he sido testigo de todas y cada una de estas acciones, en distintas familias. No pongo en duda el amor hacia sus hijos, pero el interés por aprender y por modificar las propias conductas, sí que deja mucho que desear. Tampoco puedo decir que nunca es tarde, porque los aprendizajes que se adquieren durante la primera infancia dejan una huella imborrable. No podemos enseñar a los pequeños sobre respeto si no les respetamos, o pedirles que gestionen los conflictos si nosotros no sabemos hacerlo. La cuestión discurre en reconocerle como persona también, que aunque pequeña y dependiente, debe respetarse. Coincido plenamente con la escritora y divulgadora Pilar Jericó cuando dice que desarrollar la grandeza interna, educarnos a nosotros mismos primero, es el primer paso para la educación.

Ese bicho de 5 años y su hermana me retrasan las tareas de casa, absorben mi tiempo y confunden mi TOC, pero nunca un desorden fue tan agradable. La peque va aprendiendo a pedir las cosas, a ponerse el agua sola, gana seguridad mientras la mayor va comprendiendo que su hermana necesita tocarlo todo, experimentar, preguntar, que va a otro ritmo, le habla mejor; además se siente en la confianza de contar conmigo, de contarme sus secretos, se sabe escuchada. Esto cuesta tiempo, pero es algo que ningún gobierno puede transformar, depende de ti y de mí, y no solo depende, es nuestra responsabilidad.        

“Algún día regresaré a casa tarde a causa del trabajo (o de la falta del mismo). Abriré la puerta del salón y todo estará en orden. Será que habéis volado, vaya. Entonces echaré en falta la felicidad que era este perfecto desorden.”

Pedro Simón